En 1914, después de que Alemania invadiera Bélgica, una revista publicó una famosa viñeta en la que aparecía el emperador alemán diciéndole al rey Alberto de Bélgica: «Así que ahora lo has perdido todo»; y la respuesta de Alberto fue: «¡Pero no mi alma!».
Detrás de esta viñeta hay una enseñanza importante que también está en el Evangelio: Nosotros, los seres humanos, somos capaces de hacer daño a los demás, hasta el punto de matarnos, pero no podemos tocar el alma. Por eso Jesús dice que no debemos tener miedo de los que matan el cuerpo (Lc 12,4), porque no pueden matar el alma. El poder del hombre sobre el hombre se limita estrictamente a nuestra vida corporal. Nuestra influencia sobre el alma y las facultades espirituales de los demás se limita al permiso de los demás. Por ejemplo: alguien puede motivarme a odiar a alguien, pero no puede forzarme u obligarme a odiar a alguien; el odio depende de mí ya que es una acción de mi alma.
Algo parecido ocurre con nuestra libertad. Alguien puede limitar algún aspecto de nuestra libertad, por ejemplo: si un ladrón va a la cárcel, la policía está limitando su libertad de movimiento, pero ese ladrón sigue siendo libre. De hecho, hay ladrones que siguen robando desde la cárcel, a través de sus hombres. Alguien puede limitar la libertad de expresión, la libertad de mercado, la libertad política, etc. porque estas libertades están relacionadas con nuestro cuerpo. Limitan nuestro cuerpo: piernas, boca, etc. pero no pueden tocar nuestra libertad real, ya que no pueden tocar nuestra alma. Cualquier restricción que alguien pueda imponernos no puede limitar o restringir el acto esencial de la libertad, que es el amor.
El mal físico, o el sufrimiento, no es el peor mal que podemos sufrir, aunque ese mal nos cause la muerte, porque con la muerte ese mal terminará mientras que nuestra vida no. Por eso Jesús dice que no debemos tener miedo de los que pueden matar el cuerpo: enfermedades, personas, etc. ya que esas cosas son temporales y tarde o temprano, terminarán. Podrían terminar durante esta vida o tal vez no, pero seguro que terminarán después de esta vida, una vez que lleguemos a la vida eterna, ya no habrá muerte ni luto, ni lamento ni dolor, porque el orden antiguo ha pasado (Ap 21:4).
Entonces, ¿a quién debo temer? Debemos temer al mal moral que es capaz de matar nuestra alma, o mejor dicho, la vida sobrenatural en nuestra alma. ¿Por qué debo temer al mal moral? Porque, el mal moral podría permanecer para siempre, como también dice Jesús: Temed a aquel que después de matar tiene el poder de arrojar a la Gehenna (Lc 12,5). El mal moral es pecado y el pecado es contra el amor, cualquier tipo de amor: amor a Dios, amor a mí mismo, amor al prójimo.
Esta importante enseñanza cambia por completo el modo en que debemos contemplar la vida aquí en la tierra. La visión humana de la vida es ésta: disfruta lo más posible, evita el sufrimiento lo más posible. La visión evangélica de la vida es ésta: evita el pecado tanto como sea posible, ama a Dios tanto como sea posible. El sufrimiento y las dificultades deben ser un medio para que amemos a Dios, y no un medio para que pequemos.