Es bien sabido que Santa Juana de Arco tuvo una relación personal con Dios. En la obra de Shaw «Santa Juana» (estrenada en 1923, tres años después de la canonización de Santa Juana de Arco), el príncipe está molesto porque ella oye la voz de Dios, pero él no. Shaw inventó este hermoso diálogo entre ambos: «Oh, vuestras voces, vuestras voces», dice él, «¿por qué las voces no vienen a mí? Yo soy el rey, no tú». «Sí vienen a ti», dijo Juana, «pero tú no las oyes. No te has sentado en el campo al atardecer a escucharlas. Cuando suena el ángelus te persignas y acabas con ello; pero si rezaras de corazón y escucharas el estremecimiento de las campanas en el aire después de que dejan de sonar, oirías las voces tan bien como yo.» Santa Juana se dejaba oír la voz de Dios.
Así pues, la pregunta que debemos hacernos es: ¿me doy la oportunidad de oír la voz de Dios? Aunque el tema es bastante amplio, pues hay muchas cosas que nos impiden oír la voz de Dios, quería abordar brevemente una que quizá esté en el centro de la cuestión: debemos acallar nuestro amor propio, o mejor dicho, acallar el amor desordenado a nosotros mismos que tanto ruido hace, hasta el punto de silenciar a Dios.
Santo Tomás dice que el egoísmo, o amor desordenado a uno mismo, es el origen y la raíz de todo pecado, pues nos hace seguir nuestros deseos desordenados en lugar de la Voluntad de Dios, que nunca quiere que pequemos. San Agustín, en aquella conocida cita, dice: «Dos amores han construido dos ciudades: el amor propio, llevado al extremo del desprecio de Dios, ha construido la ciudad del mundo; el amor de Dios, llevado al extremo del desprecio de sí mismo, ha construido la ciudad de Dios. El uno se gloría en sí mismo, el otro se gloría en el Señor».
Para lograr el silencio de nuestro amor propio desordenado, o al menos para trabajar en ello, tenemos que centrarnos en tres cosas. En primer lugar, nuestros esfuerzos deben dirigirse a someter totalmente nuestros deseos a Dios y conformarnos con Su Divina Voluntad.
En segundo lugar, debemos concentrarnos en Dios y no en las cosas de este mundo. Es difícil para el alma ver hacia arriba, por así decirlo, si su enfoque está en las cosas de abajo. Para oír la voz de Dios, tenemos que dirigir nuestra alma hacia el lugar de donde procede la voz de Dios; tenemos que dirigir nuestra alma hacia el cielo y no hacia la tierra.
En tercer lugar, necesitamos fortalecer nuestra voluntad contra nuestras pasiones. Si nuestra voluntad no es lo suficientemente fuerte como para dominar nuestras pasiones, o para negar sus inclinaciones desordenadas y calmarlas, entonces oiremos continuamente las voces de las pasiones y no podremos oír la voz de Dios. Dios habla en silencio y sin silencio interior es difícil, o incluso imposible, oír su voz.