Érase una vez un rey león mediocre. Era mediocre en todo: no era muy sabio, pero tampoco ignorante; no era muy fuerte, pero tampoco muy débil; no era un gran gobernante, pero tampoco muy malo; no era muy querido, pero tampoco odiado; no era muy trabajador, pero tampoco muy perezoso. En resumen, hacía lo que tenía que hacer, pero nada más y no de la mejor manera, siempre lo mínimo indispensable en todo para no perder el poder, pero nunca lo necesario para ser un gran rey.
Pero, para este rey león, ese no era el problema. El principal problema que veía era su imagen. Cuando iba a su lago a bañarse y veía su reflejo, no le gustaba lo que veía, y eso le entristecía. Pensaba que para cambiar esa imagen necesitaba hacer ejercicio, y eso requería mucho esfuerzo, algo que no estaba dispuesto a hacer.
Un día, un loro vio que se entristecía al ver su reflejo en el lago y le preguntó por qué estaba triste. El león respondió: «Porque no me gusta mi imagen reflejada en el lago». Entonces el loro le dijo: «El problema no es tu imagen, sino la selva que te rodea. Tienes que hacer que los animales transformen esta selva en la mejor selva, y entonces serás el mejor rey porque gobernarás la mejor selva, y así tu imagen cambiará».
Así que el rey león reunió a todos los animales de la selva y les anunció la noticia: debemos transformar la selva en la mejor selva. Puso a todos los animales a trabajar y, poco a poco, la selva mejoró hasta convertirse en la mejor selva. El rey, que estaba muy feliz de ver cómo progresaba la selva y pensando que era el mejor rey, se había olvidado de bañarse. Pero una vez que estuvo satisfecho con la transformación, se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no iba a su lago a bañarse, así que decidió ir. Cuando llegó al lago, se dio cuenta de que todo a su alrededor era más hermoso, pero él no había cambiado en absoluto; su imagen seguía siendo la misma.
La enseñanza de esta fábula es que las apariencias no cambian nuestro interior. El rey león esperaba que su imagen (que representa nuestro interior) cambiara mágicamente porque la selva (que representa nuestra imagen exterior) había cambiado, pero eso no sucedió, porque los logros externos no cambian quién es realmente cada persona.
El rey se centró en cambiar cosas superficiales que alteraban su imagen externa: «el mejor rey porque gobernaba la mejor selva»; y no se preocupó por cambiar las cosas importantes que lo convertían en un mejor león. Lo que importa no son las apariencias, sino quiénes somos realmente. El verdadero valor de una persona no proviene de lo que los demás piensan de ella, sino de lo que realmente es.
Por lo tanto, es importante que nos centremos en cambiar nuestro corazón, transformándolo para Cristo, y no tanto en las apariencias externas, o en que todos piensen que somos una gran persona o un santo. Por mucho que todos piensen que soy una gran persona, si en mi corazón hay cosas contrarias a la caridad, entonces mi corazón no pertenece a Cristo y, por lo tanto, no es verdadero.




