Había una vez un emperador que convocó a todos los jóvenes de su reino porque había llegado el momento de encontrar pareja para su hija. Acudieron todos los jóvenes y el rey les dijo: «Voy a dar una semilla diferente a cada uno de vosotros. Al cabo de 6 meses, me traeréis en una maceta la planta que haya crecido y, tras examinar los resultados, elegiré al futuro marido de mi hija.»
Así pues, todos hicieron lo que el rey había dicho; sin embargo, hubo un joven que plantó su semilla y no brotó. Mientras tanto, todos los demás jóvenes del reino no dejaban de hablar y mostrar las hermosas plantas y flores que habían cultivado en sus macetas.
Pasaron los seis meses y todos los jóvenes se prepararon para desfilar hacia el castillo con hermosas plantas. Uno de los jóvenes estaba muy triste porque su semilla no había crecido. Ni siquiera quería ir al palacio; sin embargo, su conciencia le decía que debía ir, ya que el rey había dicho que todos tenían que volver al castillo, aunque su vergüenza le aconsejaba que no fuera.
Con la cabeza gacha y muy avergonzado, decidió afrontar la realidad y se dirigió al palacio con su maceta vacía. Todos los jóvenes estaban hablando de sus plantas, y cuando vieron al joven se echaron a reír, burlándose abiertamente de él. En ese momento, el alboroto se vio interrumpido por la entrada del rey, ante quien cada uno hizo su respectiva señal de reverencia mientras él se paseaba entre todas las macetas admirando las plantas.
Cuando terminó la inspección, llamó a su hija y, de entre todos los jóvenes, eligió al que había traído su maceta vacía. Atónitos, todos esperaban la explicación de aquella acción. El rey dijo: «Este es el nuevo heredero al trono y se casará con mi hija, porque a todos vosotros se os dio una semilla infértil, y todos intentasteis engañarme plantando otras plantas». Este joven tuvo el valor de presentarse y mostrar su vasija vacía, siendo sincero y valiente, cualidades que debe tener un futuro rey y que mi hija se merece.»
Esta pequeña historia nos da una lección sobre una realidad muy importante en nuestras vidas: la veracidad. Por desgracia, nuestra sociedad se ha transformado en una que aborrece la verdad. Hoy en día se alaba más lo «políticamente correcto» que la verdad. No quiero detenerme tanto en la falta de sinceridad con los demás, en la falta de correspondencia entre lo que pensamos de los demás y lo que decimos de los demás, sino que me gustaría considerar la sinceridad con nosotros mismos.
Al igual que los jóvenes del cuento no se enfrentaron a su realidad y no fueron sinceros con ella, muchas veces nosotros no queremos, ni nos atrevemos, a enfrentarnos a nuestra realidad: reconocer nuestras limitaciones, reconocer nuestros errores, reconocer nuestras debilidades, etc. Es muy importante tener una idea correcta de nosotros mismos para poder crecer en nuestra personalidad. Querer «vender» una imagen de nosotros mismos que no se corresponde con la realidad es totalmente perjudicial para nuestra personalidad, y por supuesto, perjudica nuestro crecimiento en santidad.
Esta actitud implica una infidelidad a la verdad que no es intelectual (ignorancia) sino voluntaria. Nuestra voluntad ama más «la imagen de sí misma» que «la verdad de sí misma»; por tanto, es una falta de amor a la verdad. Es un pecado contra la verdad. Los pecados contra la verdad incluyen no buscarla con ardor (tener un amor tibio por la verdad), y también, lo que es más grave, la falta de amor es un pecado que nos lleva a manipular la verdad oscureciéndola, distorsionándola, despreciándola, acomodándola a lo que queremos, etc.
En este sentido, es muy importante trabajar una virtud bastante olvidada en nuestros días, que es la virtud de la verdad o veracidad, que nos permite mostrarnos tal como somos, tanto con nuestras palabras como con nuestros actos. Esta virtud nos hace amar la verdad hasta sus últimas consecuencias y nos hace estar dispuestos a pagar cualquier precio para no traicionarla, a imitación de Cristo, que fue condenado a muerte por ser fiel a la Verdad.
[1] «En otro sentido, se puede llamar verdad a lo que alguien dice, y según esto, decimos que se es «verdadero» por ello. Tal verdad o veracidad es necesariamente una virtud». (S.Th., II-II, 109, 1).