La luciérnaga envidiosa

Una luciérnaga que descansaba en un jardín se estremecía de envidia ante el brillo de las luces de un árbol de Navidad cercano. Melancólica, se lamentaba de la debilidad de su propio resplandor: «¿Cómo es posible que algo brille tanto?», se preguntaba. Su amiga, al observar detenidamente el árbol, le dijo: «Espera aquí… volveré en unos segundos». La dejó sola. Poco después, el árbol se apagó; su amiga lo había desconectado. Al regresar, le dijo a la luciérnaga: «Ahora eres la luz más brillante. Esas estúpidas luces se apagaron». Y la luciérnaga, nuevamente, fue feliz.

Esta breve fábula nos ayuda a comprender una verdad muy importante: yo soy lo que soy, independientemente de lo que sean los demás. ¿Cambió algo dentro de la luciérnaga? ¿Se volvió más luminosa? No, pero ella volvió a ser feliz porque ahora era la luz más brillante en su entorno.

Eso es envidia. San Ambrosio dice: «En vano puedes esperar la ayuda de la misericordia divina si envidias a los demás los frutos de su virtud. El Señor desprecia a los envidiosos y retira los milagros de su poder a quienes tienen envidia de sus divinas bendiciones en los demás… Mirad, pues, los males que produce la envidia» (Catena Aurea).

Santo Tomás explica que la envidia es la tristeza que sentimos cuando percibimos el bien ajeno como un mal propio. Este es un error muy común. Cuando consideramos el bien ajeno como un mal, intentamos rebajarlo en lugar de mejorarnos a nosotros mismos. La envidia no nos hace crecer en virtudes, capacidades, gracia o santidad. Es una actitud cómoda, ya que es mucho más fácil creer que soy mejor que los demás (lo que implica que no necesito esforzarme por mejorar o crecer en virtudes, gracia y santidad), que tratar de ser mejor, superar mis defectos e imperfecciones. Cuando lleguemos al cielo y nos enfrentemos al Juez en el juicio particular, no se nos juzgará por los demás, sino por lo que hicimos o dejamos de hacer para alcanzar la santidad.

Homilía Diaria

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