La lepra frente al pecado

Una vez, San Luis, rey de Francia, le preguntó a un amigo: «¿Prefieres tener lepra o cometer un pecado mortal?». Su amigo, sin dudarlo, respondió: «Majestad, prefiero cometer treinta pecados mortales antes que convertirme en leproso». El rey replicó: «Lo siento mucho por ti, porque realmente no entiendes lo que es un pecado mortal».
San Luis tenía razón: tener un cuerpo afligido por una enfermedad incurable, como lo era la lepra en su época, es mucho mejor que tener un alma muerta por el pecado. Se pueden dar muchas razones para justificar esta afirmación, pero quiero centrarme simplemente en una: el daño que el pecado inflige a quien lo comete, ya que el pecado lleva consigo su propio castigo.

El pecador es desdichado no solo porque Dios puede castigarlo humillándolo con pecados que le hacen comprender su nada y su miseria; es desdichado no solo porque enfrentará las dolorosas consecuencias de su maldad en la otra vida; sino que también es desdichado porque su propio pecado es tanto culpa como castigo.
El pecado es un castigo moral y, si se nos permite decirlo, ontológico. Por eso, santo Tomás de Aquino afirmaba en su comentario al De Trinitate de Boecio que «es inherente a la criatura que su separación de Dios implique un declive de lo que es». Y en otra parte, hablando de cómo el pecado daña a la persona, dice: «el pecado hiere a quien lo comete» (Summa Theologica, III, 19, 4 ad 1).

Es evidente que este declive de lo que uno es, este daño o disminución, que se produce en el orden espiritual, es imperceptible para los ojos humanos, o más bien, para los ojos mundanos. Para explicarlo con más precisión, el pecado conlleva un deterioro del orden racional del hombre y este deterioro del orden racional provoca simultáneamente una pérdida de la dignidad humana: «Al pecar, el hombre se aleja del orden de la razón y, en consecuencia, se aleja de la dignidad de su humanidad, en la medida en que es naturalmente libre y existe para sí mismo, y cae en el estado servil de las bestias…» (Summa Theologica, II-II, 64, 2 ad 3).

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