Un verdadero cristiano (y por «verdadero cristiano» entiendo lo contrario de un cristiano mundano, los verdaderos cristianos están en el mundo […] no pertenecen al mundo (Jn. 17, 11.16); Si pertenecierais al mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, […] el mundo os odia (Jn. 15, 19)) siente una especie de satisfacción cuando se cumplen los deberes cristianos; pero, como el joven rico, su espíritu no está tranquilo. ¿Por qué? Porque el verdadero cristiano tiene aspiraciones mayores que el cumplimiento de sus deberes de cristiano.
La Iglesia ha podido sobrevivir en medio de este mundo no porque sus ministros y miembros fieles no pecaran -desde el principio la Iglesia ha tenido miembros que escandalizaban a los demás-. Basta pensar en los Apóstoles, ¿fueron fieles a Cristo o le traicionaron? O piense en los herejes: desde el principio la Iglesia ha luchado contra las herejías de sus miembros, muchos de ellos incluso sacerdotes u obispos. Así pues, la Iglesia ha podido sobrevivir gracias a tantos de sus miembros que comprendieron que la fidelidad se construye sobre el amor y no sobre el deber; que los 10 Mandamientos deben vivirse por amor y no por obligación; y que las Bienaventuranzas son una carga insoportable si intentamos vivirlas sólo por obligación.
Si anulamos la carga de amor que Jesús añadió a los mandamientos -todos habéis oído que se dijo a vuestros antepasados […] pero yo os digo (Mt. 5, 21-22)- para superar la rectitud de los escribas y fariseos, que representan el cumplimiento de la ley por deber, de nuevo si la Iglesia aniquila esa carga, entonces la Iglesia moriría inmediatamente.
La sangre de los mártires, el celo apostólico de los misioneros, la entrega de las vírgenes, la fortaleza de las santas mujeres, el silencio del ermitaño, la perseverancia de los santos varones, etc.; cada santo tiene algo único, cada santo tiene una característica heroica única, pero todas esas características únicas se basan en lo mismo: el exceso de amor que Jesús añadió a la ley. Este exceso de amor dio, da y dará siempre vida a la Iglesia.
Quisiera recordar unas palabras del arzobispo Dominic Tang. Este arzobispo fue detenido el 5 de febrero de 1958. El gobierno chino le acusó de ser «el más fiel perro de presa del reaccionario Vaticano». Permaneció 22 años en la cárcel en condiciones inhumanas -según la descripción que escribió en su hermoso libro ¡Qué inescrutables sus caminos! «Durante los veintidós años que estuve encarcelado, nunca recibí una carta de nadie de mi familia o de entre mis amigos. Tampoco recibí una sola visita, ni las autoridades de la prisión me permitieron escribir. […] No recibí ni un trozo de papel higiénico ni una pastilla de jabón. Dormía en un banco de madera, con una manta que traje conmigo a la prisión. […] No sabía nada de la situación de la Iglesia más allá de la cárcel ni de la situación de mis familiares. Durante veintidós años mi vida fue monótona, no hubo cambios en ningún sentido […] Estaba siempre solo sin poder hablar con nadie, ni siquiera una palabra. Alguien podría decir que mi vida estaba totalmente privada de alegría, y sin embargo vivía íntimamente unido a Dios, que colmaba mi alma con su Amor infinito.»
¿Cuál era su secreto? Decía: «Cuando, en la cárcel, todo se volvía agotador y difícil de soportar, pensaba en los sufrimientos que experimentó Jesús, y entonces podía soportar el peso de mi situación». Ya que sabía que «Éste era el amor de Dios por mí».