Un viejo mendigo yacía en su lecho de muerte. Sus últimas palabras fueron dirigidas a su joven compañero, que había estado mendigando con él y al que consideraba como un hijo. «Querido hijo», le dijo, «no tengo nada que darte excepto una bolsa de algodón y un cuenco sucio que conseguí en mi juventud en el basurero de una mujer rica». Tras la muerte de su compañero, el muchacho siguió mendigando, utilizando el cuenco que le había dado. Un día, un viejo comerciante de oro dejó caer una moneda en el cuenco del muchacho y se sorprendió al oír un sonido metálico familiar. «Déjame ver tu cuenco», dijo el comerciante. Para su gran sorpresa, descubrió que el cuenco del mendigo era de oro puro. «Querido hijo», le dijo, «¿por qué pierdes el tiempo mendigando? Eres un hombre rico. Ese cuenco tuyo vale al menos treinta mil dólares».
Los cristianos a menudo somos como este joven mendigo que no supo reconocer ni apreciar el valor de su cuenco. El Espíritu Santo habita en nosotros (2 Tim 1,14), pero no sabemos apreciar el valor infinito del Espíritu Santo que vive en cada uno de nosotros.
No apreciamos el valor infinito de la presencia del Espíritu Santo en nosotros porque no disfrutamos de su presencia y, lo que es peor, no lo utilizamos. Como dice Santo Tomás: «Se dice que solo poseemos lo que podemos usar o disfrutar libremente» (I, 43, 3), por lo que si no usamos y disfrutamos de su presencia, es como si realmente no poseyéramos al Espíritu Santo, lo que significa que no hemos sabido reconocer el valor de su presencia.
Aprovechar su presencia significa reconocer sus movimientos en nuestra alma y seguirlos. Él mora en nosotros para movernos, pero debemos reconocer esas acciones y permitirle que nos mueva, ya que Él nos mueve para hacernos santos.
La fidelidad a las inspiraciones del Espíritu Santo es esencial e indispensable para progresar en el camino de la unión con Dios. Debemos preocuparnos mucho por ser fieles a la obra del Espíritu Santo en nosotros. De esta fidelidad a su acción se deriva la alegría por la obra que el Espíritu Santo realiza a través de nosotros, y también porque tal fidelidad nos permite experimentar su presencia, de la que surge naturalmente la alegría.