Dile a mi amiga que la luz que encendió en mi vida sigue brillando

Se cuenta que, en una ocasión, la Madre Teresa de Calcuta visitó a la comunidad de sus hermanas que trabajaban en Australia, dedicadas a la atención de los aborígenes locales. Durante su visita, expresó su deseo de conocer personalmente a esas comunidades.

En una de ellas encontró a un hombre que vivía completamente aislado. Nadie lo visitaba ni le prestaba atención. Estaba tan apartado del mundo que ni siquiera las hermanas, encargadas de asistir a los aborígenes, sabían de su existencia. Pensaban que aquella casa estaba abandonada. Sin embargo, por un acto providencial, la Madre Teresa advirtió que había alguien allí y quiso entrar a verlo.

Al entrar, descubrió un lugar en condiciones deplorables: todo estaba sucio y desordenado. La Madre le dijo:
—Por favor, ¿me permite limpiar su casa, lavar su ropa y hacer su cama?
—Estoy bien así —respondió el hombre—. No es necesario, no se preocupe.

Ella insistió con amabilidad, hasta que él aceptó. Entonces comenzó por hacerle la cama, luego lavó su ropa y finalmente limpió la casa. Mientras lo hacía, encontró una lámpara cubierta de polvo, arrumbada en un rincón. Parecía no haberse usado en años.

—¿No enciende la lámpara? ¿Nunca la utiliza? —preguntó la Madre.
—No —respondió el hombre—. Nadie me visita. No necesito luz. ¿Para qué encenderla si nadie viene?
—¿Y si una hermana viniera a visitarlo cada noche, la encendería?
—Sí, claro —contestó él—. Si alguien me visita, la encenderé.

A partir de ese día, la Madre Teresa pidió a las hermanas que lo visitaran todas las noches. Dos años después, una de ellas le transmitió un mensaje del hombre:
—Dile a mi amiga que la luz que encendió en mi vida sigue brillando.


Todos hemos recibido un talento. Tal vez no cinco, ni siquiera dos, pero sí al menos uno: el talento de hacer el bien a los demás, de encender una lámpara en la vida de quienes nos rodean.

Depende de cada uno de nosotros hacerlo fructificar, aunque sea poco. Dios no nos exige abundancia, solo que produzca algún fruto: «¿Por qué entonces no pusiste mi dinero en el banco, para que, al regresar, lo recogiera con intereses?».

Esto significa que Jesús no pide al que recibió un solo talento que lo multiplique como los demás; basta con que produzca un interés, aunque mínimo. ¿Y qué son esos intereses? El bien más sencillo que podamos hacer al prójimo: ayudarlo, acompañarlo, y jamás hacerle daño. Esa es, en definitiva, nuestra misión en esta vida.

Daily homily

Resound

Get new publications direct to your inbox.