Dialogando con mi perro

No hace mucho, en una entrevista sobre el tema del diálogo, una mujer dijo: «El diálogo es bueno; hoy en día, lo que falta es diálogo». Poco después, cuando el entrevistador le hizo otra pregunta, añadió: «Tengo que confesar que con quien mejor dialogo es con mi perrito».
Este breve intercambio ilustra un problema que muchos de nosotros tenemos a menudo y que empeora día a día: la gente no sabe cómo entablar un diálogo. La razón fundamental es que no sabemos escuchar. Queremos hablar y ser escuchados. Es precisamente por eso que la mujer puede decir que su mejor diálogo es con su perro, porque el perro no habla, solo escucha. Lo que es peor —aunque desde la perspectiva de esta mujer es lo «mejor»— es que el perro nunca la contradirá. En otras palabras, cuando ella habla con su perro, siempre tendrá la razón.
La raíz de este problema es mucho más profunda que el simple hecho de no querer escuchar opiniones contrarias, lo cual ya es un gran problema en sí mismo. Más bien, revela un problema espiritual más profundo, una consecuencia del pecado original: estar encerrado en uno mismo o ser egocéntrico.
Esta actitud tiene consecuencias tanto en la sociedad como en nuestra relación con Dios. En la sociedad, hace que las personas sean cada vez más egoístas y menos solidarias. Para apoyar a los demás, debemos preocuparnos por nuestro prójimo y sus necesidades, lo cual es difícil si solo nos centramos en nosotros mismos y en nuestras propias necesidades. Cuanto más egocéntricos somos, menos nos preocupamos por los demás.
También afecta a mi relación personal con Dios. Para tener una relación auténtica con Dios, debemos saber cómo hablar con Él, y para hablar con Dios, también debemos saber cómo escucharle. Sin embargo, si ni siquiera somos capaces de escuchar a nuestro prójimo, que nos habla con palabras que podemos oír con nuestros oídos, ¿cuánto más difícil será escuchar a Dios, que nos habla en silencio dentro de nuestro corazón?
Para tener una relación personal con Dios, no debemos centrarnos en nosotros mismos, sino abrirnos a Dios y a su voluntad; o, mejor aún, debemos centrarnos en Dios y dejar de centrarnos en nosotros mismos. De hecho, santo Tomás de Aquino, hablando de la espiritualidad de la Virgen María, dice que Ella tenía «su mente concentrada en el Único» (S. Th., III, 27, 3 ad 3). Es decir, el centro de su alma era Dios, por lo que era capaz de escucharle y cumplir perfectamente su voluntad.

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