Adulación

El filósofo griego Diógenes, también conocido como Diógenes el Cínico, cuya casa era un barril en la playa, siempre tenía respuestas inteligentes para quienes le desafiaban y la mayoría de las veces eran muy acertadas. Una de estas respuestas inteligentes estaba relacionada con la adulación o el halago.

Estaba comiendo unas hierbas silvestres cuando alguien que pasaba por allí le dijo: si adularas a Dionisio (uno de los dioses griegos también conocido como Baco) no estarías comiendo hierbas. Y él respondió inmediatamente: si te conformaras con estas hierbas, no necesitarías adular a Dionisio.

Santo Tomás de Aquino dice que alabar a alguien puede ser bueno o malo, según la forma y la intención con que se haga. Por ejemplo, si alguien elogia a un amigo para consolarlo o para ayudarlo a crecer en la virtud, ese elogio suele ser bueno ya que es para ayudar a esa persona a mejorar su vida.

En cambio, si alabamos a alguien por cosas que no se deben alabar, porque esas cosas no son buenas o no ayudan a que esa persona crezca en santidad, entonces ese elogio es malo. Lo mismo ocurre cuando alguien alaba a otro por interés propio y no por caridad. En estos casos, el elogio pertenece a la adulación.

Nunca debemos realizar una acción incorrecta para obtener un beneficio de ella, porque el fin no justifica los medios. Del mismo modo, nunca debemos alabar a alguien para obtener un beneficio de esa alabanza.

«Por consiguiente, si un hombre deseara hablar siempre agradablemente a los demás, se excedería en el modo de agradar y, por tanto, pecaría por exceso. Si lo hace con la mera intención de agradar, se dice que es «complaciente», según el Filósofo (Ethic. IV, 6); mientras que si lo hace con la intención de sacar algún provecho de ello, se le llama «adulador».

Por regla general, sin embargo, el término «adulación» suele aplicarse a todos los que quieren sobrepasar el modo de la virtud complaciendo a los demás con palabras u obras en su comportamiento ordinario hacia sus semejantes» (Suma Teológica, II-II, q. 115, a. 1).

Debemos seguir el ejemplo de Jesús, que nunca alabó a los judíos para evitar la persecución o incluso la muerte en la cruz. Al contrario, siempre dijo la verdad para ayudarles a cambiar su comportamiento y glorificar a Dios. Por eso Jesús no tuvo miedo de decir la verdad, Él no adulaba a los judíos porque, como dijo, yo honro a mi Padre (Jn 8,49). San Juan Crisóstomo comenta este texto: «Como si dijera: Os he dicho esto por el honor que tengo a mi Padre; y por esto me deshonráis. Pero yo no me preocupo de vuestras injurias: vosotros sois responsables ante Aquel por cuya causa las sufro». (Catena Aurea Evangelio de San Juan, VIII,49).

Homilía Diaria

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