Se cuenta que en el Principado de Mónaco los jueces condenaron a un delincuente a la guillotina, aunque no tenían guillotina ni verdugo. Encargaron ambas cosas (una guillotina y un verdugo) a Francia, pero como el alquiler era muy caro, decidieron dejar al delincuente en la cárcel y no matarlo.
Pronto se dieron cuenta de que les costaba mucho dinero mantener al único preso que tenían en la cárcel porque tenían que contratar a alguien que le cocinara la comida y a los guardias de la prisión para que lo cuidaran 24 horas al día, 7 días a la semana. Así que decidieron ponerlo en libertad.
El preso salió de la cárcel y se fue a dar un paseo por la ciudad, pero al mediodía volvió a por su comida. Empezó a hacerlo todos los días. Al cabo de una semana le dijeron que era libre y que no le iban a dar más comida. Él les dijo: si queréis que deje de venir a por la comida, que tengo derecho a recibir como preso, tenéis que pagarme. Decidieron pagarle, pero con los gastos que tuvieron mientras estuvo en prisión, más lo que le pagaron en ese momento, acabaron gastando más de lo que habría costado alquilar la guillotina.
Esta historia está relacionada con la «precipitación», que es la falta de uno de los pasos de la prudencia: la investigación o consideración deliberativa. Esto ocurre cuando actuamos sin tener en cuenta cosas que deberíamos considerar antes de actuar.
Santo Tomás de Aquino dice: «Los grados intermedios por los cuales hay que descender son la memoria de lo pasado, la inteligencia de lo presente, la sagacidad en la consideración del futuro, la hábil comparación de alternativas, la docilidad para asentir a la opinión de los mayores.» (S.Th., II-II, 53, 3).
El que realmente quiere ser prudente con sus acciones debe recorrer estos pasos antes de actuar. Quien no lo haga, actuará con precipitación y, por tanto, su acción será imprudente. En consecuencia, para ser prudente, hay que descender de lo universal (principio moral) a lo particular (la acción concreta que va a realizar) siguiendo los pasos antes mencionados.
Para realizar una acción prudente no basta con conocer perfectamente todos los principios morales. También hay que saber si la acción concreta que voy a realizar y sus consecuencias son todas buenas. Es decir, no basta con tener buenas intenciones para hacer el bien, sino que debo considerar cuidadosamente toda la realidad de mi acción, incluidas sus consecuencias. La prudencia abarca todos estos aspectos.