Se dice que un rey muy rico tenía fama de ser indiferente a las riquezas materiales y que era conocido por ser un hombre de profunda religiosidad, algo un tanto inusual para alguien de su rango. Ante esta situación y movido por la curiosidad, un súbdito quiso averiguar el secreto del soberano para no dejarse deslumbrar por el oro, las joyas y los excesivos lujos que poseía.
Inmediatamente después de los saludos que exigen la etiqueta y la cortesía, el hombre le preguntó: “Majestad, ¿cuál es su secreto para cultivar una vida espiritual en medio de tanta riqueza?”.
El rey le dijo: “Te lo revelaré, pero primero tienes que caminar alrededor de mi castillo para comprender la magnitud de mi riqueza. Pero, llevarás una vela encendida. Si se apaga, te decapitaré.
Cuando la persona regresó, el rey le preguntó: «¿Qué piensas de mis riquezas?» La persona respondió: “No vi nada. Solo me preocupaba asegurarme de que la llama no se apagara”. El rey dijo, “ese es mi secreto. Estoy tan ocupado tratando de mantener encendida mi llama interior que no puedo estar interesado en las riquezas de afuera”.
Muchas veces queremos mejorar en nuestra vida espiritual y tratamos de agregar devociones, penitencias, obras de misericordia, etc. Pensamos que para crecer en nuestra vida espiritual solo necesitamos agregar ese tipo de cosas (meros actos). Pero, eso no es exactamente lo que nos ayuda a crecer en nuestra vida espiritual.
“Ahora bien, cuanto más se preocupa la mente por pensar y tratar con lo que es meramente inferior y humano, más se separa de la experiencia en la intimidad de la devoción de lo que es superior y celestial, mientras que con más fervor la memoria, el deseo y el intelecto se retira de lo de abajo a lo de arriba, tanto más perfecta será nuestra oración, y más pura nuestra contemplación, ya que las dos direcciones de nuestro interés no pueden ser ambas perfectas al mismo tiempo, siendo tan diferentes como la luz y la oscuridad” ( San Alberto Magno, Del apego a Dios, cap.3).
Es decir, tener una vida espiritual coherente significa tener nuestras facultades espirituales concentradas en Dios y no en las cosas terrenales (refiriéndose no sólo a las cosas materiales sino también a los afectos, pasiones, deseos, proyectos, etc.). Y concentrarse en Dios significa descubrir su presencia en nuestra alma y fundar nuestra relación con Él en esa presencia interior.
“Además, como se dice en el libro Del espíritu y del alma (de san Agustín), subir a Dios significa entrar en uno mismo. Aquel que entrando en su interior y penetrando en su más íntima naturaleza, va más allá de sí mismo, está verdaderamente ascendiendo a Dios”. (Ibíd., cap. 7).