Se dice que en una ciudad, cerca de un santuario dedicado a Nuestra Señora, había una floristería muy famosa por la variedad de flores que ofrecía. Las personas que visitaban el santuario solían pasar por esta tienda para comprar flores, especialmente porque se decía que vendía las flores que le gustaban a Nuestra Señora. La mujer que regentaba el puesto era una cristiana devota y siempre trataba de compartir su fe con quienes venían a comprar flores. Se esforzaba por decir algo amable y edificante, adaptado a lo que podía percibir u observar en la persona, inspirando optimismo en algunos, alegría en otros, etc.
Un día, una mujer vino a comprar flores para la Virgen. Pidió el arreglo floral más bonito que tuvieran y también pidió que su nombre apareciera en letras grandes en la parte delantera del arreglo. Como era su costumbre, la florista comenzó a contarle que su familia era muy devota de Nuestra Señora y que durante generaciones, desde sus bisabuelas hasta sus antepasados, siempre habían llevado flores a la Virgen. Pero luego añadió: «Tenemos una tradición en nuestra familia». «¿Cuál es?», preguntó la mujer, intrigada. «Siempre las llevamos sin nombre». «¿Y por qué?», preguntó la mujer, sin entender el sentido de llevar flores de forma anónima. A lo que la florista respondió: «Porque las flores con nombre se marchitan antes».
Más de una vez, Jesús enseñó que debemos ser conscientes no solo de si nuestras acciones benefician a los demás, sino también de si nos benefician a nosotros mismos, es decir, si nuestras acciones se realizan con intención pura. Las limosnas dadas con nombre, las oraciones ofrecidas con nombre, los ayunos realizados con nombre, los actos de caridad realizados con nombre, las obras de misericordia realizadas con nombre… todo ello se marchita rápidamente; no perdura para la eternidad.
Es importante comprender que la cuestión no es si recibimos reconocimiento por lo que hacemos, sino si buscamos ese reconocimiento, si fijamos nuestros deseos y afectos en él. Centrarnos en esas cosas nos hace perder de vista lo que realmente importa: el amor de Dios, que debe ser la base de todas nuestras acciones. Al final, un acto solo tiene valor si se realiza con caridad (es decir, con amor sobrenatural a Dios). Si no se hace en y por caridad, no tiene ningún valor, por muy grandioso que parezca.
El arreglo floral más exquisito del mundo se marchita rápidamente si no hay caridad detrás, porque no tiene valor eterno. Pero una flor sencilla y humilde no se marchita porque tiene valor eterno si se ofrece a la Virgen por amor a Dios.
