Fábula del ganso y su dueño
Los gansos son muy apreciados en Roma porque, según la leyenda, los gansos del Templo de Juno salvaron una vez a los últimos defensores de la ciudad de caer en manos de los galos cuando estos atacaron poco después del año 400 a. C.
La fábula cuenta que, muchos años después de este suceso, un romano decidió sacrificar uno de sus gansos para comérselo. Al principio, el ganso dejó que su dueño lo cogiera, pensando que se trataba de una visita pacífica. Pero en cuanto el dueño mencionó que estaba lo suficientemente gordo como para ser comido, el ganso se dio cuenta del destino que le esperaba.
Entonces comenzó a suplicar por su vida. El dueño le preguntó: «¿Por qué no debería matarte?». Y el ganso respondió: «Porque los gansos defendimos tu ciudad; gracias a nosotros, eres romano, no galo».
«Es cierto», dijo el dueño, «pero tengo hambre, necesito comer y tú eres un buen manjar».
«Sí», respondió el ganso, «pero no puedes matarme».
El propietario volvió a preguntar: «¿Y por qué no puedo matarte?».
El ganso repitió: «Porque nosotros, los gansos, salvamos la ciudad de Roma».
El propietario replicó: «Pero ¿qué hicisteis para salvar Roma?».
Una vez más, el ganso insistió: «Nosotros, los gansos, salvamos Roma; no puedes matarme».
«Pero ¿qué hicisteis?», insistió el propietario una vez más.
Y el ganso dio la misma respuesta: «Nosotros, los gansos, salvamos Roma».
La conversación continuó así hasta que el dueño se cansó y se comió al ganso. La lección de esta fábula es sencilla: cada persona es valorada por lo que hace, no por lo que hicieron sus antepasados. La idea de que somos buenos por lo que han logrado otros que «me representan» (por compartir mi país, mi raza, etc.) es muy común, pero es falsa. Tanto el juicio particular como el juicio final no se basarán en lo que hizo mi país, mi raza o mis antepasados, sino en lo que yo hice o dejé de hacer.
Nuestro Señor Jesucristo también luchó contra esta idea, ya que era muy extendida entre sus contemporáneos, especialmente entre aquellos que creían que estaban justificados simplemente por ser «hijos de Abraham». Jesús trató constantemente de enseñarles que el mérito es personal, no colectivo, y que cada persona es buena o mala, justa o injusta, santa o profana, basándose únicamente en sus propias acciones. La bondad es personal; no depende de los demás ni de lo que hicieron nuestros antepasados, sino de lo que cada uno de nosotros hace con su propia libertad.
Ser libre significa construir nuestra propia bondad. Somos libres de decidir qué tipo de persona queremos ser, y el tipo de persona en que nos convertimos está determinado por las elecciones que hacemos, por el bien o el mal que hacemos a través de nuestras decisiones. El bien o el mal que hicieron nuestros padres o antepasados no nos define; lo que nos cambia es el bien o el mal que hacemos a través de nuestras acciones y decisiones, en resumen, nuestra libertad.